Storia e poesie
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Articulo en espanol
Tango
Me dijeron:
en este salón te tenés que sentar cerca del mostrador, a la
izquierda, no lejos de la caja registradora; tomate un vinito,
no pidás algo más fuerte porque no se estila en las mujeres, no tomés
cerveza porque la cerveza da ganas de hacer pis y el pis
no es cosa de damas, se sabe del muchacho de este barrio que abandonó a
su novia al verla salir del baño: yo creí que ella era
puro espíritu, un hada, parece que alegó el muchacho. La novia quedó
para vestir santos, frase que en este barrio todavía tiene
connotaciones de soledad y soltería, algo muy mal visto. En la mujer, se
entiende.
Me dijeron.
Yo ando sola y el resto de la semana no me importa pero los sábados
me gusta estar acompañada y que me aprieten fuerte.
Por eso bailo el tango.
Aprendí con gran dedicación y esfuerzo, con zapatos de taco alto y
pollera ajustada, de tajo.
Ahora hasta ando con los
clásicos elásticos en la cartera, el equivalente a llevar siempre
conmigo la raqueta si fuera tenista, pero menos molesto.
Llevo
los elásticos en la cartera y a veces en la cola de un banco o frente a
la ventanilla cuando me hacen esperar por algún trámite
los acaricio, al descuido, sin pensarlo, y quizá, no sé, me consuelo con
la idea de que en ese mismo momento podría estar
bailando el tango en vez de esperar que un empleaducho desconsiderado se
digne atenderme.
Sé que en algún lugar de la ciudad, cualquiera sea la hora, habrá un
salón donde se esté bailando en la penumbra. Allí no
puede saberse si es de noche o de día, a nadie le importa si es de noche
o de día, y los elásticos sirven para sostener
alrededor del empeine los zapatos de calle, estirados como están de
tanto trajinar en busca de trabajo.
El sábado por la noche una busca cualquier cosa menos trabajo. Y
sentada a una mesa cerca del mostrador, como me
recomendaron, espero. En este salón el sitio clave es el mostrador, me
insistieron, así pueden ficharte los hombres que pasan
hacia el baño.
Ellos sí pueden permitirse el lujo. Empujan la puerta
vaivén con toda la carga a cuestas, una ráfaga amoniacal
nos golpea, y vuelven a salir aligerados dispuestos a retomar la danza.
Ahora sé cuándo me toca a mí bailar con uno de ellos. Y con cuál.
Detecto ese muy leve movimiento de cabeza que me
indica que soy la elegida, reconozco la invitación y cuando quiero
aceptarla sonrío muy quietamente. Es decir que acepto y no
me muevo; él vendrá hacia mí, me tenderá la mano, nos pararemos
enfrentados al borde de la pista y dejaremos que se tense
el hilo, que el bandoneón crezca hasta que ya estemos a punto de
estallar y entonces, en algún insospechado acorde, él me
pondrá el brazo alrededor de la cintura y zarparemos.
Con las velas infladas bogamos a pleno viento si es milonga, al tango
lo escoramos. Y los pies no se nos enredan porque él
es sabio en señalarme las maniobras tecleteando mi espalda.
Hay algún
corte nuevo, figuras que desconozco e improviso y a
veces hasta salgo airosa. Dejo volar un pie, me escoro a estribor, no
separo las piernas más de lo estrictamente necesario, él
pone los pies con elegancia y yo lo sigo.
A veces me detengo, cuando con
el dedo medio él me hace una leve presión en la
columna. Pongo la mujer en punto muerto, me decía el maestro y una debía
quedar congelada en medio del paso para que él
pudiera hacer sus firuletes.
Lo aprendí de veras, lo mamé a fondo como quien dice. Todo un
ponerse, por parte de los hombres, que alude a otra cosa.
Eso es el tango. Y es tan bello que se acaba aceptando.
Me llamo Sandra pero en estos lugares me gusta que me digan Sonia,
como para perdurar más allá de la vigilia. Pocos son
sin embargo los que acá preguntan o dan nombres, pocos hablan. Algunos
eso sí se sonríen para sus adentros, escuchando
esa música interior a la que están bailando y que no siempre está hecha
de nostalgia.
Nosotras también reímos, sonreímos. Yo
río cuando me sacan a bailar seguido (y permanecemos callados y a veces
sonrientes en medio de la pista esperando la
próxima entrega), río porque esta música de tango rezuma del piso y se
nos cuela por la planta de los pies y nos vibra y nos
arrastra.
Lo amo. Al tango. Y por ende a quien, transmitiéndome con los dedos
las claves del movimiento, me baila.
No me importa caminar las treintipico de cuadras de vuelta hasta mi
casa.
Algunos sábados hasta me gasto en la milonga la
plata del colectivo y no me importa. Algunos sábados un sonido de
trompetas digamos celestiales traspasa los bandoneones y
yo me elevo. Vuelo. Algunos sábados estoy en mis zapatos sin necesidad
de elásticos, por puro derecho propio. Vale la pena.
El resto de la semana transcurre banalmente y escucho los idiotas
piropos callejeros, esas frases directas tan mezquinas si se
las compara con la lateralidad del tango.
Entonces yo, en el aquí y ahora, casi pegada al mostrador para
dominar la escena, me fijo un poco detenidamente en algún
galán maduro y le sonrío. Son los que mejor bailan. A ver cuál se
decide.
El cabeceo me llega de aquel que está a la izquierda,
un poco escondido detrás de la columna. Un tan delicado cabeceo que es
como si estuviera apenas, levemente, poniéndole la
oreja al propio hombro, escuchándolo. Me gusta. El hombre me gusta.
Le
sonrío con franqueza y sólo entonces él se pone de
pie y se acerca. No se puede pedir un exceso de arrojo. Ninguno aquí
presente arriesgaría el rechazo cara a cara, ninguno
está dispuesto a volver a su asiento despechado, bajo la mirada burlona
de los otros. Éste sabe que me tiene y se me va
arrimando, al tranco, y ya no me gusta tanto de cerca, con sus años y
con esa displicencia.
La ética imperante no me permite hacerme la desentendida. Me pongo de
pie, él me conduce a un ángulo de la pista un
poco retirado y ahí ¡me habla! Y no como aquél, tiempo atrás, que sólo
habló para disculparse de no volver a dirigirme la
palabra, porque yo acá vengo a bailar y no a dar charla, me dijo, y fue
la última vez que abrió la boca. No. Éste me hace un
comentario general, es conmovedor. Me dice vio doña, cómo está la
crisis, y yo digo que sí, que vi, la pucha que vi aunque no
lo digo con estas palabras, me hago la fina, la Sonia: Sí señor, qué
espanto, digo, pero él no me deja elaborar la idea porque
ya me está agarrando fuerte para salir a bailar al siguiente compás.
Éste no me va a dejar ahogar, me consuelo, entregada,
enmudecida.
Resulta un tango de la pura concentración, del entendimiento cósmico.
Puedo hacer los ganchos como le vi hacer a la del
vestido de crochet, la gordita que disfruta tanto, la que revolea tan
bien sus bien torneadas pantorrillas que una olvida todo el
resto de su opulenta anatomía.
Bailo pensando en la gorda, en su vestido
de crochet verde-color esperanza, dicen- , en su
satisfacción al bailar, réplica o quizá reflejo de la satisfacción que
habrá sentido al tejer; un vestido vasto para su vasto cuerpo
y la felicidad de soñar con el momento en que ha de lucirlo, bailando.
Yo no tejo, ni bailo tan bien como la gorda, aunque en
este momento sí porque se dio el milagro.
Y cuando la pieza acaba y mi compañero me vuelve a comentar cómo está
la crisis, yo lo escucho con unción, no contesto,
le dejo espacio para añadir
-¿Y vio el precio al que se fue el telo? Yo soy viudo y vivo con mis
dos hijos. Antes podía pagarle a una dama el
restaurante, y llevarla después al hotel. Ahora sólo puedo preguntarle a
la dama si posee departamento, y en zona céntrica.
Porque a mí para un pollito y una botella de vino me alcanza.
Me acuerdo de esos pies que volaron -los míos-, de esas filigranas.
Pienso en la gorda tan feliz con su hombre feliz, hasta se
me despierta una sincera vocación por el tejido.
-Departamento no tengo-explico-pero tengo pieza en una pensión muy
bien ubicada, limpia. Y tengo platos, cubiertos, y dos
copas verdes de cristal, de esas bien altas.
-¿Verdes? Son para vino blanco. -Blanco, sí. -Lo siento, pero yo al vino
blanco no se lo toco.
Y sin hacer ni una vuelta más, nos separamos.
"Tango" fue publicado en "Simetrías"
© 1993 Editorial Sudamericana